Las dos caras de la nación
• El nacionalismo cívico catalán triunfará sobre el feroz, si mantenemos la calma y la determinación
SALVADOR Giner
Catedrático de Sociología de la Universitat de Barcelona y presidente del Institut d'Estudis Catalans
El áspero debate político desencadenado por la presentación del proyecto de Estatut catalán ha provocado un irritado intercambio de criterios en el que algunos usan la palabra nación como arma arrojadiza. Nadie parece muy interesado en definirla ni sopesar lo que el nacionalismo entraña. Ofrezco algunas modestas reflexiones.
Para un nacionalista, la nación, la suya, es ontológicamente necesaria. Para el nacionalista riguroso no hay naciones contingentes. La suya no es jamás un accidente. La nación posee virtudes que se esparcen sobre su comunidad y la definen. Pensar otra cosa es intolerable para él. La patria es un hogar compartido, cuya aura sagrada impone la entrega y ritual que todo dios mundano exige. La nación es sagrada. Ninguna hay que carezca de aura, por tenue que sea.
El nacionalismo es esencialmente ambivalente. En la medida en que es expresión del anhelo de identificación comunitaria, de comunión con los otros o con una entidad trascendente, la nación responde a un rasgo esencial de la naturaleza humana. Nos cohesiona, nos disciplina en empresas difíciles, nos estimula para la prosperidad económica, nos distingue e identifica.
Hay buenas razones para que medre el nacionalismo en el mundo moderno, y hasta para que sea considerado como algo racional. Pero la comunión nacionalista posee también rasgos que a veces la hacen inquietante. Los tiempos modernos advinieron para abolir feudos, localismos, tribus y hasta etnias, todo bajo el inmenso poderío de la noción de ciudadanía. El universalismo inherente a la constitución moral del hombre como ciudadano, sin embargo, pronto se restringió al ámbito estatal, cuyas gentes pasaron de vasallos a ciudadanos.
Los estados modernos siguieron socavando las diferencias internas de su ámbito para imponer las hasta entonces propias de una región a todo el territorio domeñado por ella. Inglaterra lo hizo sobre Gran Bretaña; Castilla, sobre España; Piamonte y Lombardía, sobre Italia; Rusia, sobre su imperio continental; y los Estados Unidos anglosajones de la orilla atlántica, sobre el suyo. Con ello la nación no sólo no sufrió erosión alguna, sino que intensificó el vasallaje de aquellos de sus súbditos que eran distintos a los de la etnia hegemónica.
Según la concepción progresista de la historia, el mundo estaba destinado a evolucionar hacia el universalismo moral, la igualdad, la democracia y la libertad sin exclusiones. Nuestros tiempos, que han traído consigo algunos de estos bienes, no lo han hecho sin acarrear consigo particularismos, desigualdades, prejuicios y fanatismos más ligados a la etnia que a la clase. Entre los modos más feroces de militancia comunitaria se cuentan muchos movimientos nacionalistas. Pocas cosas, en nuestro mundo, son capaces, como el nacionalismo desatado --como el fascista-- de helarnos el corazón.
LA DISTINCIÓN entre los nacionalismos de los pueblos opresores y de los oprimidos es solamente útil mientras los oprimidos no tengan la oportunidad de oprimir, sin descartar la remota hipótesis de que algún pueblo aprenda alguna lección de la historia y sea capaz de ejercer un nacionalismo civilizado. Si no la han aprendido los hebreos que han creado el Estado de Israel, miembros de una de las etnias más bárbaramente perseguidas de la historia, ¿quién aprenderá? Ni siquiera el terrorismo palestino lo justifica. Ningún nacionalismo agresivo y excluyente legitima moralmente otro nacionalismo.
Nación y nacionalismo se encuentran en medio de un vasto y contradictorio proceso. Son causa y efecto, víctimas y culpables, de nuestra peregrina condición contemporánea, en la que la penetración de lo sacro en ese campo no ha hecho sino exacerbarlo. Por un lado, cuando lo que todo un pueblo exige es independencia, su aspiración es justa. Por otro, cuando lo que con ello se impone es la hegemonía sobre quienes no quieren participar de la cualidad de connacionales, ésta es injusta.
AQUÍ HAY PUES un dilema. Así, cuando la autodeterminación se propone siempre como justa, evidente e incuestionable, se asume que nadie en sus cabales morales estará en contra de ella. ¿Cómo poner en tela de juicio el inalienable derecho popular a autodeterminarse? Sin embargo, el asunto, así presentado, ignora vastas minorías discrepantes. Pueden llegar a ser prácticamente la mitad, o más, de un país. ¿Qué deben hacer?: ¿exiliarse?, ¿vivir en su tierra como mal tolerados extranjeros? La sombra de esta seria dificultad se cierne una y otra vez sobre Quebec o Puerto Rico, cada vez que Canadá o Estados Unidos permiten la celebración de un nuevo referendo. Se cierne también sobre lugares, como el País Vasco, en los que existe una minoría independentista sustancial. pero no mayoritaria.
Sería bueno que los que acosan a las naciones menores y menosprecian el nacionalismo cívico --como el que por fortuna predomina en Catalunya-- recordaran que éste fomenta y permite la coexistencia y cooperación solidaria entre todos los conciudadanos. En la doble faz del dios Jano nacionalista, la cara cívica, la que instiga y posibilita la racionalidad, es más plácida y menos visible que la otra, la feroz, la que sólo sabe atropellar y desafiar. La que vocifera, pero no conversa. Pero es la que al final triunfará si no perdemos ni la calma ni la tozuda determinación de vencer.